A medida que nos acercamos al embarcadero de Mingun se empiezan a divisar los restos de la que hubiera sido la pagoda más grande del mundo si el rey Bodawpaga, su promotor, no hubiese fallecido prematuramente.
Solamente un tercio del templo fue construido y, sin embargo, es imponente. Unas profundas grietas, causadas por un temblor de tierra en 1838, añaden dramatismo a esta gigantesca construcción. Delante de la pagoda, también destrozados por el terremoto, se aprecian los restos de dos figuras enormes, los Chinthe, mitad león, mitad dragón, de los que solo quedan las patas traseras.
Se puede subir a lo alto de este templo y, aunque nuestro guía nos advierte, en su habitual tono catastrofista, de que hay grietas enormes por las que uno se puede caer, decidimos subir al menos el trozo de escalera que se ve desde la parte frontal del templo, que está en perfecto estado. Una vez arriba debemos girar a la izquierda para acceder a la terraza y es entonces cuando vemos que efectivamente hay trozos del suelo que se han desprendido, formando una especie de montaña de rocas. No es muy peligroso, pero sí bastante difícil, pasar al otro lado, sobre todo porque es obligatorio subir descalzo, al tratarse de un lugar sagrado.
He ahí que de pronto surgen de arriba las manos amigas de tres chavales flacos, extremadamente ágiles que, antes de que pudiera darme cuenta, me trasladan al otro lado. Conocedores de las piedras como si hubieran pasado allí toda su vida (probablemente así era) me llevan casi en volandas por el camino más fácil y cómodo hasta depositarme en lo alto de la construcción. En un discurso aprendido y mil veces repetido, nos indican dónde hay que mirar para no perderse un detalle. "Mira, allí, entre esos árboles, se ven las patas del elefante", "el culo, el culo…" -repiten entre risas-, "y allí a la izquierda, la campana, y un poco más allá, la pagoda". Para proteger nuestros pies descalzos del calor de las piedras colocan unas hojas en el suelo para que las pisemos.
Podemos continuar subiendo un poco más, pero hay que encaramarse por una especie de bambú que hace las veces de escalera, así que nos damos por satisfechos con la impresionante vista que desde allí se aprecia. Mis amables guardianes me devuelven al pie de la escalera en un periquete y se despiden de nosotros. Pretendemos darles una propina en dinero local, y viendo su cara de decepción terminamos dándoles un par de dólares, que los pone mucho más contentos. Les preguntamos si no bajan con nosotros y nos dicen que no, que abajo ya hay mucha competencia. Nos sonríen ampliamente y se van a la caza de nuevos turistas que llegan jadeando al pie de la escalera.