miércoles, 7 de agosto de 2013

Historias de aeropuertos

Llego al aeropuerto de Madrid y me encuentro con que todos los vuelos de Iberia siguen ahora el sistema auto-check in, lo cual significa que, incluso teniendo mi tarjeta de embarque y una cosa que creo que la etiqueta para la maleta, tengo que pasar por la maquinita. Qué bien, hay algunas libres. Tengo algo de tiempo, pero no me puedo despistar.

Empiezo a seguir el procedimiento de la pantalla y llega un momento en el que me dice que si quiero facturar el equipaje tengo que pagar 60 euros... ¿Cómo? Cancelo, cancelo.

Me pongo a escuchar al asistente virtual que da una grima horrorosa, porque es una especie de maniquí plano con una imagen proyectada de un tipo de verdad. Parece salido de una película de ciencia ficción. Lo escucho, lo intento, pero no lo entiendo. Mi pregunta concreta no parece estar en el guión de este androide.

Le pregunto a un señor con uniforme que está ayudando a un pasajero en la máquina de al lado, pero huye despavorido, no tiene tiempo, lo siente. No me extraña, nos hemos ido acumulando junto a las máquinas un pequeño montón de personas que amenazamos como un grupo de zombies hambrientos. Busco con la mirada a otra chica con uniforme de Iberia que está rodeada y claramente agobiada. Se va con unos japoneses prometiendo volver en medio minuto, pero ya hay demasiadas personas delante de mí y me da pena de estos chicos (y miedo de perder el avión), así que decido intentar resolver el tema sin molestar demasiado, no puede ser tan difícil.

Veo que hay una chica haciendo de barrera frente a la batería de los antiguos mostradores de facturación. Detrás de cada uno de ellos hay un empleado ocioso. No hay nadie en las colas, todos los pasajeros están luchando con las máquinas.

Intento preguntarle a la chica barrera, y no me deja hablar, directamente me dice que pase al mostrador. Pero los empleados ociosos, que también están cabreados, me dicen desde lejos que no, que no, que vaya a la máquina. Hago otro intento, les pido que me digan al menos si tengo que pagar por la maleta, y uno de ellos me responde que depende de mi franquicia... Ay, y cómo veo yo eso? En un alarde de generosidad el mismo chico que me ha respondido lo de la franquicia misteriosa me dice que le enseñe el billete. Corro hacia él rauda y veloz, no sea que se arrepienta. Al mismo tiempo llega otra compañera, también ociosa pero menos cabreada, que le dice que uno de los papeles que le he dado es una etiqueta y que hay que meterla en una bolsita de plástico, no lo sabía, pues sí, fíjate, ese es un sistema estúpido, la bolsa sale mucho más cara que lo otro. Va al mostrador barrera y coge un enorme sobre de plástico rematado con una cinta roja que la chica barrera no sabía ni que existía. La examinan, curiosos, y se suma otro colega más que tampoco la conocía. Mucho peor que el sistema antiguo, dónde va a parar, dice el colega número 1, que añade que él está hasta los huevos. Yo también empiezo a estarlo, pero disimulo mirando para otro lado, que no quiero fastidiarla ahora que vamos tan bien. Empiezo a preguntarme si llegaré a Jerez esta tarde. Sí que está bien Iberia.

Discuten sobre lo que deben hacer con mi etiqueta. Al parecer no está bien impresa, el nivel de tinta de la impresora no debía estar bien y el escáner no lo reconoce. Nadie sabe si se puede o dónde se puede hacer un duplicado.

Al final, la colega menos cabreada y un tercero, que aparece en la tertulia y que no sé de dónde sale, me he despistado, me llevan a hacer un tour por el aeropuerto porque han decidido que los de otros mostradores de más allá, que ellos llaman "los listos" van a "comerse el marrón" porque para eso "son tan listos".

Agarro mi maleta y troto dócil detrás de ellos, que van encontrándose gente por el camino y parándose a charlar brevemente -de hecho, uno de ellos se pierde-. Llegamos donde están los listos y, para mi sorpresa y regocijo, no sólo resuelven lo de la etiqueta sino que me dejan depositar la maleta en una cinta, aunque no es la que me corresponde, para no marearme. La lista incluso me sonríe. No han mirado mi tarjeta de embarque ni mi DNI. Menos mal que no soy Bárcenas.

Qué pena da todo esto. Qué desesperados deben estar los ociosos y los listos para dar un espectáculo semejante delante de un cliente. Cómo ha cambiado el cuento.

Aún me da tiempo de comprar rápidamente un sándwich y voy a Rodilla a recordar viejos tiempos con la intención de comprar un triángulito de atún y maíz. Pero ahora, en Rodilla, venden los sandwiches empaquetados de dos en dos y no tienen de atún. La chica que me atiende está incluso más cabreada que los de los mostradores. Discute airadamente con su compañera y ni me mira. A saber cuál será su historia.

Y mientras, nuestros políticos jugando a policías y ladrones. Qué bien.