jueves, 28 de junio de 2012

El templo inacabado

A medida que nos acercamos al embarcadero de Mingun se empiezan a divisar los restos de la que hubiera sido la pagoda más grande del mundo si el rey Bodawpaga, su promotor, no hubiese fallecido prematuramente.




Solamente un tercio del templo fue construido y, sin embargo, es imponente. Unas profundas grietas, causadas por un temblor de tierra en 1838, añaden dramatismo a esta gigantesca construcción. Delante de la pagoda, también destrozados por el terremoto, se aprecian los restos de dos figuras enormes, los Chinthe, mitad león, mitad dragón, de los que solo quedan las patas traseras.

Se puede subir a lo alto de este templo y, aunque nuestro guía nos advierte, en su habitual tono catastrofista, de que hay grietas enormes por las que uno se puede caer, decidimos subir al menos el trozo de escalera que se ve desde la parte frontal del templo, que está en perfecto estado. Una vez arriba debemos girar a la izquierda para acceder a la terraza y es entonces cuando vemos que efectivamente hay trozos del suelo que se han desprendido, formando una especie de montaña de rocas. No es muy peligroso, pero sí bastante difícil, pasar al otro lado, sobre todo porque es obligatorio subir descalzo, al tratarse de un lugar sagrado.

He ahí que de pronto surgen de arriba las manos amigas de tres chavales flacos, extremadamente ágiles que, antes de que pudiera darme cuenta, me trasladan al otro lado. Conocedores de las piedras como si hubieran pasado allí toda su vida (probablemente así era) me llevan casi en volandas por el camino más fácil y cómodo hasta depositarme en lo alto de la construcción. En un discurso aprendido y mil veces repetido, nos indican dónde hay que mirar para no perderse un detalle. "Mira, allí, entre esos árboles, se ven las patas del elefante", "el culo, el culo…" -repiten entre risas-, "y allí a la izquierda, la campana, y un poco más allá, la pagoda". Para proteger nuestros pies descalzos del calor de las piedras colocan unas hojas en el suelo para que las pisemos.

Podemos continuar subiendo un poco más, pero hay que encaramarse por una especie de bambú que hace las veces de escalera, así que nos damos por satisfechos con la impresionante vista que desde allí se aprecia. Mis amables guardianes me devuelven al pie de la escalera en un periquete y se despiden de nosotros. Pretendemos darles una propina en dinero local, y viendo su cara de decepción terminamos dándoles un par de dólares, que los pone mucho más contentos. Les preguntamos si no bajan con nosotros y nos dicen que no, que abajo ya hay mucha competencia. Nos sonríen ampliamente y se van a la caza de nuevos turistas que llegan jadeando al pie de la escalera.



viernes, 22 de junio de 2012

Los consejos de Edna

En Birmania no pueden utilizarse las tarjetas de crédito. Sólo se puede pagar en efectivo y, por supuesto, dólares y euros son muy bien recibidos. Pero los billetes deben estar en perfecto estado, impecables, sin un solo doblez, sin la más mínima marca o rastro de tinta. Había leído esto en las guías, pero nunca imaginé que pudiera ser una norma tan estricta. Camareros, recepcionistas y cajeros examinan cada billete con absoluta precisión devolviéndotelo con una encantadora sonrisa, pero con firmeza, y pidiendo otro a cambio si encuentran el más mínimo rastro que muestre que el billete está usado.

Este detalle llega a obsesionarnos, ante lo difícil que es conseguir dinero efectivo en este país. El temor de que todos nuestros billetes sean finalmente rechazados nos obliga a llevarlos en un sobre, estirados como si fueran páginas de la mismísima Biblia de Gutenberg. Los billetes con algún defecto pueden cambiarse en el mercado negro pero a un precio bastante más bajo que el oficial.

De todas formas, curiosamente este cambio oficial parece no ser el mejor. Nos lo comentó una simpática anciana que encontramos en el centro de Yangon. De ojos azules y piel oscura, estaba sentada en una silla de plástico en medio de la calle, conversando con una amiga. Al pasar, me cazó la mano al vuelo y me dijo que se llamaba Edna, que había sido la mejor guía de la ciudad, que su padre era inglés y que por eso tenía los ojos tan azules, concluyó abriéndolos dramáticamente. Le dije que eran preciosos y me respondió con una sonrisa radiante, mientras me seguía sosteniendo la mano entre las suyas. Luego me aconsejó que evitase el cambio de dinero con los chavales que en esa misma calle lo ofrecían discretamente. Y fue entonces cuando me dijo que desconfiase de los bancos.

En la guía de viajes habíamos leído, efectivamente, que el cambio de los bancos es el menos favorable para el turista. Curiosamente el más beneficioso se consigue en los hoteles e incluso en la calle, aunque haya que evitar las zonas más turísticas, en las que la picaresca ha ido subiendo los precios.

Me gustó hablar con Edna, y me hubiera gustado tener una foto suya, pero como reportera soy un desastre, se me van las mejores.

Afortunadamente conseguimos conservar billetes aceptables para los exigentes ojos birmanos hasta el final del viaje, si bien me tuve que traer de vuelta algunos de los rechazados, que estoy segura de que serían aceptados por cualquier estadounidense sin pestañear.

viernes, 15 de junio de 2012

Souvenirs de Awa

Te olfatean desde mucho antes de que desembarques y tienen detectores que les dicen de dónde vienes antes de que puedan siquiera distinguir tus facciones, mucho antes de que el barco llegue a la orilla.

—Hola, hola, ¿qué tal estás ? ¿cómo te llamas?

Me pregunto cuántos españoles han pasado por aquí. Muchos, supongo, pero ¿tantos como para que estas niñas adolescentes se manejen tan bien en español? ¿cuántos elefantes de jade habrán tenido que vender antes de negociar con tal desparpajo?

—¡Qué guapa eres! Mira, un sombrero de paja que se pliega y sirve de abanico. No caro, muy barato, y allí en el templo mucho calor, uf, mucho calor para ti. Mira, un elefante, es de jade, es precioso, pequeño, cabe en maleta, no ocupa espacio. Mira esto, una pipa, qué bonita… tú dinero, tú mucho dinero.

La jefa del cotarro, que no tendrá más de quince años, parece controlar a las otras y dirigir discretamente sus discursos y sus argumentos. Su alumna más aventajada, una preciosa birmana de unos once o doce años, continúa hablando sin dejar de sonreír.

—Sí, mira, tu ahora vas a la pagoda, muy bonita, y piensa qué quieres comprar, y luego compras. Mira qué pulsera de jade, para regalar a los amigos, a la familia… collar a juego. Qué bonito.

Es agotador, son incansables, no puedes avanzar... pero te desarman. De alguna manera me encanta que sean tan insistentes, que sepan utilizar con tanta maestría ese equilibrio entre impertinencia y encanto. Es cierto que deberían estar jugando o estudiando, pero si los comparo con aquellos que pasan el día tumbados en la cama con la consola de juegos entre sus dedos histéricos, me quedo con estos niños, a su pesar, porque sé que ellos preferirían sin duda la vida fácil y segura.

—Luego ¿sí,? Luego compras ¿sí? Más tarde, eh, Silvia ¿sí?

—Pero en el templo habrá más vendedoras— les digo riendo.

—Bueno, es igual, pero tu me compras algo a mí, a mí ¿sí? Elefante de jade auténtico. Yo espero, guapa, guapa, qué guapa.

Es imposible decir que no, como mucho, que ya veremos, y con eso se conforman.

Por supuesto, tras un recorrido en carreta para llegar al antiguo palacio real, a consecuencia del cual te duelen todos los huesos, hay más vendedoras, más elefantes, pulseritas, postales y camisetas… y vuelta a empezar, tú guapa, tú compra, tú dinero. Y nosotros, preparando la defensa, un intento inútil.

—Es que ya les dijimos a las chicas del embarcadero que les compraríamos a ellas...

—Sí, también, ellas tienen cosas muy bonitas, pero son otras cosas. Mira, elefante tailandés, con la trompa para arriba, mira, un cerdito, también de jade, qué bonito, tú compra ¿sí?

Entre promoción de figurita y de collar, encuentran tiempo para hacer de guías y te explican que aquella grieta de la torre fue causada por un terremoto, que aquellas ruinas pertenecieron al palacio o que aquí la vista es mejor que allá.

Lamento no haber traído más monedas. No me interesa nada, solo hacerlas sonreír e imaginar que el dólar que les doy es importante para ellas.

Una de ellas se enfada, no me quedan euros para dar, le pido a Félix un dólar. Eso no le gusta, el dólar vale menos que el euro, pero aún así acepta el trueque y me da una pulsera a cambio.

Si vais por allí no perdáis la paciencia, son muy pesadas, pero ofrecen uno de los mejores recuerdos del viaje.

Nos saludarán con la mano hasta que el barco se pierda de vista o hasta que llegue otro extranjero, lo que ocurra antes. Ellas no guardarán el mismo recuerdo de nosotros, para ellas solo somos el negocio, la forma de vida, pero para mí son los más preciosos souvenirs de Awa.

 

viernes, 8 de junio de 2012

Antigüedades birmanas

La estatua de Chankhtatgyi data de 1966 y se construyó para reemplazar otra anterior, de 1907. En la pared de una de las columnas que soporta la enorme y poco afortunada estructura metálica erigida para custodiar la mole de 65 metros de longitud, cuelga una fotografía de aquella primera figura que muestra un Buda de ancha cabeza y porte majestuoso.

Comentamos que es una pena que aquella fuese destruida y Todd, nuestro guía birmano, se encoge de hombros y simplemente dice que era vieja y fea, pero a nosotros esta nueva estatua, policromada y con una talla de factura discutible, nos resulta realmente espantosa.

Días más tarde, visitando un mercado, estuvimos hablando sobre antigüedades. Esas cosas son para los turistas, comenta Todd, ningún birmano tendría en su casa una antigüedad. A saber a quién ha pertenecido, qué clase de espíritu ronda por ella, si fue bueno o malo o qué traerá consigo.

Esta es una de las razones por las que los birmanos rechazan lo antiguo. La otra, el ansia de nuevos aires. Birmania tiene necesidad de renovarse, de dejar de mirar a la pagoda y alzar los ojos hacia los rascacielos. Todd envidió patentemente nuestro hotel de Mandalay, un edificio cuya primera impresión echa un poco para atrás. Si bien el interior es bastante acertado, la imponente fachada de cristal y la recepción enorme, repleta de adornos estrafalarios y colores chillones, nos hace pensar en un restaurante chino de lujo. En cambio, nuestro guía no pareció nada impresionado por el hermoso hotel de Bagan, construido en ladrillo, a semejanza de los templos. De éste solo le llamó la atención la piscina. Parece no entender qué vemos los turistas occidentales en las pagodas, esos montones de piedras viejas, que total, vista una, vistas todas, y no puede explicarse por qué no preferimos quedarnos en las piscinas de los hoteles sujetando una copa de piña colada coronada por una
sombrillita de papel.

Y hablando de antigüedades, quisiera recomendar un cómic de Teresa Valero, magnificamente ilustrado por Montse Martín. Se trata de Curiosity Shop, una historia de misterio ambientada en el Madrid de 1914.