Hace unas semanas falleció un compañero de trabajo. Al parecer murió por
causas naturales, aunque me pregunto qué tiene de natural morirse a los
treinta y pico años. Nunca viene bien la muerte, pero mucho menos
cuando a uno no le toca todavía.
No lo conocía en absoluto, habíamos hablado brevemente tres o cuatro
veces, pero me acuerdo a menudo de él. A veces me sorprendo pensando que
no he recordado suficientemente a los que han fallecido, a excepción,
claro, de las personas más próximas, esas que siempre van con nosotros.
Uno recibe la noticia de la muerte de un amigo o un conocido con horror,
tristeza o incredulidad, o con todo ello a la vez, pero luego viene la
rutina diaria y lo barre todo, y uno de pronto recuerda que una persona
ya no está aquí y se sorprende de haberlo olvidado.
Cuando nos anuncian que algún compañero de trabajo ha fallecido, al pie
de la noticia que aparece en intranet se puede ver el nombre de una ONG y
un numero de cuenta bancaria. Quien lo desee puede hacer un donativo
que debe llevar como referencia el nombre del difunto. Siempre me ha
parecido una costumbre extraña y no le veo mucho sentido, pero al menos
mientras haces el ingreso te acuerdas de tu compañero, sobre todo si la
asociación seleccionada por los familiares para recibir el donativo
estaba relacionada con sus intereses, como suele ocurrir.
Hace tiempo hice el propósito de acordarme conscientemente de todas
aquellas personas que han pasado por mi vida, brevemente o no, y de
pensar un poco en ellas. Puede parecer absurdo, pero yo creo que me lo
agradecerían. Es lo único que podemos hacer ya por ellos, recordarlos.
Hoy quiero recomendar la lectura de El almanaque de mi padre de Jiro Taniguchi, una obra que considero imprescindible.
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