Llego al aeropuerto de Madrid y me encuentro con que todos los vuelos de
Iberia siguen ahora el sistema auto-check in, lo cual significa que,
incluso teniendo mi tarjeta de embarque y una cosa que creo que la
etiqueta para la maleta, tengo que pasar por la maquinita. Qué bien, hay
algunas libres. Tengo algo de tiempo, pero no me puedo despistar.
Empiezo
a seguir el procedimiento de la pantalla y llega un momento en el que
me dice que si quiero facturar el equipaje tengo que pagar 60 euros...
¿Cómo? Cancelo, cancelo.
Me pongo a escuchar al asistente virtual
que da una grima horrorosa, porque es una especie de maniquí plano con
una imagen proyectada de un tipo de verdad. Parece salido de una
película de ciencia ficción. Lo escucho, lo intento, pero no lo
entiendo. Mi pregunta concreta no parece estar en el guión de este
androide.
Le pregunto a un señor con uniforme que está ayudando a
un pasajero en la máquina de al lado, pero huye despavorido, no tiene
tiempo, lo siente. No me extraña, nos hemos ido acumulando junto a las
máquinas un pequeño montón de personas que amenazamos como un grupo de
zombies hambrientos. Busco con la mirada a otra chica con uniforme de
Iberia que está rodeada y claramente agobiada. Se va con unos japoneses
prometiendo volver en medio minuto, pero ya hay demasiadas personas
delante de mí y me da pena de estos chicos (y miedo de perder el avión),
así que decido intentar resolver el tema sin molestar demasiado, no
puede ser tan difícil.
Veo que hay una chica haciendo de barrera
frente a la batería de los antiguos mostradores de facturación. Detrás
de cada uno de ellos hay un empleado ocioso. No hay nadie en las colas,
todos los pasajeros están luchando con las máquinas.
Intento
preguntarle a la chica barrera, y no me deja hablar, directamente me
dice que pase al mostrador. Pero los empleados ociosos, que también
están cabreados, me dicen desde lejos que no, que no, que vaya a la
máquina. Hago otro intento, les pido que me digan al menos si tengo que
pagar por la maleta, y uno de ellos me responde que depende de mi
franquicia... Ay, y cómo veo yo eso? En un alarde de generosidad el
mismo chico que me ha respondido lo de la franquicia misteriosa me dice
que le enseñe el billete. Corro hacia él rauda y veloz, no sea que se
arrepienta. Al mismo tiempo llega otra compañera, también ociosa pero
menos cabreada, que le dice que uno de los papeles que le he dado es una
etiqueta y que hay que meterla en una bolsita de plástico, no lo sabía,
pues sí, fíjate, ese es un sistema estúpido, la bolsa sale mucho más
cara que lo otro. Va al mostrador barrera y coge un enorme sobre de
plástico rematado con una cinta roja que la chica barrera no sabía ni
que existía. La examinan, curiosos, y se suma otro colega más que
tampoco la conocía. Mucho peor que el sistema antiguo, dónde va a parar,
dice el colega número 1, que añade que él está hasta los huevos. Yo
también empiezo a estarlo, pero disimulo mirando para otro lado, que no
quiero fastidiarla ahora que vamos tan bien. Empiezo a preguntarme si
llegaré a Jerez esta tarde. Sí que está bien Iberia.
Discuten
sobre lo que deben hacer con mi etiqueta. Al parecer no está bien
impresa, el nivel de tinta de la impresora no debía estar bien y el
escáner no lo reconoce. Nadie sabe si se puede o dónde se puede hacer un
duplicado.
Al final, la colega menos cabreada y un tercero, que
aparece en la tertulia y que no sé de dónde sale, me he despistado, me
llevan a hacer un tour por el aeropuerto porque han decidido que los de
otros mostradores de más allá, que ellos llaman "los listos" van a
"comerse el marrón" porque para eso "son tan listos".
Agarro mi
maleta y troto dócil detrás de ellos, que van encontrándose gente por el
camino y parándose a charlar brevemente -de hecho, uno de ellos se
pierde-. Llegamos donde están los listos y, para mi sorpresa y regocijo,
no sólo resuelven lo de la etiqueta sino que me dejan depositar la
maleta en una cinta, aunque no es la que me corresponde, para no
marearme. La lista incluso me sonríe. No han mirado mi tarjeta de
embarque ni mi DNI. Menos mal que no soy Bárcenas.
Qué pena da
todo esto. Qué desesperados deben estar los ociosos y los listos para
dar un espectáculo semejante delante de un cliente. Cómo ha cambiado el
cuento.
Aún me da tiempo de comprar rápidamente un sándwich y voy
a Rodilla a recordar viejos tiempos con la intención de comprar un
triángulito de atún y maíz. Pero ahora, en Rodilla, venden los
sandwiches empaquetados de dos en dos y no tienen de atún. La chica que
me atiende está incluso más cabreada que los de los mostradores. Discute
airadamente con su compañera y ni me mira. A saber cuál será su
historia.
Y mientras, nuestros políticos jugando a policías y ladrones. Qué bien.
Trainblogging
miércoles, 7 de agosto de 2013
jueves, 28 de junio de 2012
El templo inacabado
A medida que nos acercamos al embarcadero de Mingun se empiezan a divisar los restos de la que hubiera sido la pagoda más grande del mundo si el rey Bodawpaga, su promotor, no hubiese fallecido prematuramente.
Solamente un tercio del templo fue construido y, sin embargo, es imponente. Unas profundas grietas, causadas por un temblor de tierra en 1838, añaden dramatismo a esta gigantesca construcción. Delante de la pagoda, también destrozados por el terremoto, se aprecian los restos de dos figuras enormes, los Chinthe, mitad león, mitad dragón, de los que solo quedan las patas traseras.
Se puede subir a lo alto de este templo y, aunque nuestro guía nos advierte, en su habitual tono catastrofista, de que hay grietas enormes por las que uno se puede caer, decidimos subir al menos el trozo de escalera que se ve desde la parte frontal del templo, que está en perfecto estado. Una vez arriba debemos girar a la izquierda para acceder a la terraza y es entonces cuando vemos que efectivamente hay trozos del suelo que se han desprendido, formando una especie de montaña de rocas. No es muy peligroso, pero sí bastante difícil, pasar al otro lado, sobre todo porque es obligatorio subir descalzo, al tratarse de un lugar sagrado.
He ahí que de pronto surgen de arriba las manos amigas de tres chavales flacos, extremadamente ágiles que, antes de que pudiera darme cuenta, me trasladan al otro lado. Conocedores de las piedras como si hubieran pasado allí toda su vida (probablemente así era) me llevan casi en volandas por el camino más fácil y cómodo hasta depositarme en lo alto de la construcción. En un discurso aprendido y mil veces repetido, nos indican dónde hay que mirar para no perderse un detalle. "Mira, allí, entre esos árboles, se ven las patas del elefante", "el culo, el culo…" -repiten entre risas-, "y allí a la izquierda, la campana, y un poco más allá, la pagoda". Para proteger nuestros pies descalzos del calor de las piedras colocan unas hojas en el suelo para que las pisemos.
Podemos continuar subiendo un poco más, pero hay que encaramarse por una especie de bambú que hace las veces de escalera, así que nos damos por satisfechos con la impresionante vista que desde allí se aprecia. Mis amables guardianes me devuelven al pie de la escalera en un periquete y se despiden de nosotros. Pretendemos darles una propina en dinero local, y viendo su cara de decepción terminamos dándoles un par de dólares, que los pone mucho más contentos. Les preguntamos si no bajan con nosotros y nos dicen que no, que abajo ya hay mucha competencia. Nos sonríen ampliamente y se van a la caza de nuevos turistas que llegan jadeando al pie de la escalera.
viernes, 22 de junio de 2012
Los consejos de Edna
En Birmania no pueden utilizarse las tarjetas de crédito. Sólo se puede pagar en efectivo y, por supuesto, dólares y euros son muy bien recibidos. Pero los billetes deben estar en perfecto estado, impecables, sin un solo doblez, sin la más mínima marca o rastro de tinta. Había leído esto en las guías, pero nunca imaginé que pudiera ser una norma tan estricta. Camareros, recepcionistas y cajeros examinan cada billete con absoluta precisión devolviéndotelo con una encantadora sonrisa, pero con firmeza, y pidiendo otro a cambio si encuentran el más mínimo rastro que muestre que el billete está usado.
Este detalle llega a obsesionarnos, ante lo difícil que es conseguir dinero efectivo en este país. El temor de que todos nuestros billetes sean finalmente rechazados nos obliga a llevarlos en un sobre, estirados como si fueran páginas de la mismísima Biblia de Gutenberg. Los billetes con algún defecto pueden cambiarse en el mercado negro pero a un precio bastante más bajo que el oficial.
De todas formas, curiosamente este cambio oficial parece no ser el mejor. Nos lo comentó una simpática anciana que encontramos en el centro de Yangon. De ojos azules y piel oscura, estaba sentada en una silla de plástico en medio de la calle, conversando con una amiga. Al pasar, me cazó la mano al vuelo y me dijo que se llamaba Edna, que había sido la mejor guía de la ciudad, que su padre era inglés y que por eso tenía los ojos tan azules, concluyó abriéndolos dramáticamente. Le dije que eran preciosos y me respondió con una sonrisa radiante, mientras me seguía sosteniendo la mano entre las suyas. Luego me aconsejó que evitase el cambio de dinero con los chavales que en esa misma calle lo ofrecían discretamente. Y fue entonces cuando me dijo que desconfiase de los bancos.
En la guía de viajes habíamos leído, efectivamente, que el cambio de los bancos es el menos favorable para el turista. Curiosamente el más beneficioso se consigue en los hoteles e incluso en la calle, aunque haya que evitar las zonas más turísticas, en las que la picaresca ha ido subiendo los precios.
Me gustó hablar con Edna, y me hubiera gustado tener una foto suya, pero como reportera soy un desastre, se me van las mejores.
Afortunadamente conseguimos conservar billetes aceptables para los exigentes ojos birmanos hasta el final del viaje, si bien me tuve que traer de vuelta algunos de los rechazados, que estoy segura de que serían aceptados por cualquier estadounidense sin pestañear.
Este detalle llega a obsesionarnos, ante lo difícil que es conseguir dinero efectivo en este país. El temor de que todos nuestros billetes sean finalmente rechazados nos obliga a llevarlos en un sobre, estirados como si fueran páginas de la mismísima Biblia de Gutenberg. Los billetes con algún defecto pueden cambiarse en el mercado negro pero a un precio bastante más bajo que el oficial.
De todas formas, curiosamente este cambio oficial parece no ser el mejor. Nos lo comentó una simpática anciana que encontramos en el centro de Yangon. De ojos azules y piel oscura, estaba sentada en una silla de plástico en medio de la calle, conversando con una amiga. Al pasar, me cazó la mano al vuelo y me dijo que se llamaba Edna, que había sido la mejor guía de la ciudad, que su padre era inglés y que por eso tenía los ojos tan azules, concluyó abriéndolos dramáticamente. Le dije que eran preciosos y me respondió con una sonrisa radiante, mientras me seguía sosteniendo la mano entre las suyas. Luego me aconsejó que evitase el cambio de dinero con los chavales que en esa misma calle lo ofrecían discretamente. Y fue entonces cuando me dijo que desconfiase de los bancos.
En la guía de viajes habíamos leído, efectivamente, que el cambio de los bancos es el menos favorable para el turista. Curiosamente el más beneficioso se consigue en los hoteles e incluso en la calle, aunque haya que evitar las zonas más turísticas, en las que la picaresca ha ido subiendo los precios.
Me gustó hablar con Edna, y me hubiera gustado tener una foto suya, pero como reportera soy un desastre, se me van las mejores.
Afortunadamente conseguimos conservar billetes aceptables para los exigentes ojos birmanos hasta el final del viaje, si bien me tuve que traer de vuelta algunos de los rechazados, que estoy segura de que serían aceptados por cualquier estadounidense sin pestañear.
viernes, 15 de junio de 2012
Souvenirs de Awa
Te olfatean desde mucho antes de que desembarques y tienen detectores que les dicen de dónde vienes antes de que puedan siquiera distinguir tus facciones, mucho antes de que el barco llegue a la orilla.
—Hola, hola, ¿qué tal estás ? ¿cómo te llamas?
Me pregunto cuántos españoles han pasado por aquí. Muchos, supongo, pero ¿tantos como para que estas niñas adolescentes se manejen tan bien en español? ¿cuántos elefantes de jade habrán tenido que vender antes de negociar con tal desparpajo?
—¡Qué guapa eres! Mira, un sombrero de paja que se pliega y sirve de abanico. No caro, muy barato, y allí en el templo mucho calor, uf, mucho calor para ti. Mira, un elefante, es de jade, es precioso, pequeño, cabe en maleta, no ocupa espacio. Mira esto, una pipa, qué bonita… tú dinero, tú mucho dinero.
La jefa del cotarro, que no tendrá más de quince años, parece controlar a las otras y dirigir discretamente sus discursos y sus argumentos. Su alumna más aventajada, una preciosa birmana de unos once o doce años, continúa hablando sin dejar de sonreír.
—Sí, mira, tu ahora vas a la pagoda, muy bonita, y piensa qué quieres comprar, y luego compras. Mira qué pulsera de jade, para regalar a los amigos, a la familia… collar a juego. Qué bonito.
Es agotador, son incansables, no puedes avanzar... pero te desarman. De alguna manera me encanta que sean tan insistentes, que sepan utilizar con tanta maestría ese equilibrio entre impertinencia y encanto. Es cierto que deberían estar jugando o estudiando, pero si los comparo con aquellos que pasan el día tumbados en la cama con la consola de juegos entre sus dedos histéricos, me quedo con estos niños, a su pesar, porque sé que ellos preferirían sin duda la vida fácil y segura.
—Luego ¿sí,? Luego compras ¿sí? Más tarde, eh, Silvia ¿sí?
—Pero en el templo habrá más vendedoras— les digo riendo.
—Bueno, es igual, pero tu me compras algo a mí, a mí ¿sí? Elefante de jade auténtico. Yo espero, guapa, guapa, qué guapa.
Es imposible decir que no, como mucho, que ya veremos, y con eso se conforman.
Por supuesto, tras un recorrido en carreta para llegar al antiguo palacio real, a consecuencia del cual te duelen todos los huesos, hay más vendedoras, más elefantes, pulseritas, postales y camisetas… y vuelta a empezar, tú guapa, tú compra, tú dinero. Y nosotros, preparando la defensa, un intento inútil.
—Es que ya les dijimos a las chicas del embarcadero que les compraríamos a ellas...
—Sí, también, ellas tienen cosas muy bonitas, pero son otras cosas. Mira, elefante tailandés, con la trompa para arriba, mira, un cerdito, también de jade, qué bonito, tú compra ¿sí?
Entre promoción de figurita y de collar, encuentran tiempo para hacer de guías y te explican que aquella grieta de la torre fue causada por un terremoto, que aquellas ruinas pertenecieron al palacio o que aquí la vista es mejor que allá.
Lamento no haber traído más monedas. No me interesa nada, solo hacerlas sonreír e imaginar que el dólar que les doy es importante para ellas.
Una de ellas se enfada, no me quedan euros para dar, le pido a Félix un dólar. Eso no le gusta, el dólar vale menos que el euro, pero aún así acepta el trueque y me da una pulsera a cambio.
Si vais por allí no perdáis la paciencia, son muy pesadas, pero ofrecen uno de los mejores recuerdos del viaje.
Nos saludarán con la mano hasta que el barco se pierda de vista o hasta que llegue otro extranjero, lo que ocurra antes. Ellas no guardarán el mismo recuerdo de nosotros, para ellas solo somos el negocio, la forma de vida, pero para mí son los más preciosos souvenirs de Awa.
—Hola, hola, ¿qué tal estás ? ¿cómo te llamas?
Me pregunto cuántos españoles han pasado por aquí. Muchos, supongo, pero ¿tantos como para que estas niñas adolescentes se manejen tan bien en español? ¿cuántos elefantes de jade habrán tenido que vender antes de negociar con tal desparpajo?
—¡Qué guapa eres! Mira, un sombrero de paja que se pliega y sirve de abanico. No caro, muy barato, y allí en el templo mucho calor, uf, mucho calor para ti. Mira, un elefante, es de jade, es precioso, pequeño, cabe en maleta, no ocupa espacio. Mira esto, una pipa, qué bonita… tú dinero, tú mucho dinero.
La jefa del cotarro, que no tendrá más de quince años, parece controlar a las otras y dirigir discretamente sus discursos y sus argumentos. Su alumna más aventajada, una preciosa birmana de unos once o doce años, continúa hablando sin dejar de sonreír.
—Sí, mira, tu ahora vas a la pagoda, muy bonita, y piensa qué quieres comprar, y luego compras. Mira qué pulsera de jade, para regalar a los amigos, a la familia… collar a juego. Qué bonito.
Es agotador, son incansables, no puedes avanzar... pero te desarman. De alguna manera me encanta que sean tan insistentes, que sepan utilizar con tanta maestría ese equilibrio entre impertinencia y encanto. Es cierto que deberían estar jugando o estudiando, pero si los comparo con aquellos que pasan el día tumbados en la cama con la consola de juegos entre sus dedos histéricos, me quedo con estos niños, a su pesar, porque sé que ellos preferirían sin duda la vida fácil y segura.
—Luego ¿sí,? Luego compras ¿sí? Más tarde, eh, Silvia ¿sí?
—Pero en el templo habrá más vendedoras— les digo riendo.
—Bueno, es igual, pero tu me compras algo a mí, a mí ¿sí? Elefante de jade auténtico. Yo espero, guapa, guapa, qué guapa.
Es imposible decir que no, como mucho, que ya veremos, y con eso se conforman.
Por supuesto, tras un recorrido en carreta para llegar al antiguo palacio real, a consecuencia del cual te duelen todos los huesos, hay más vendedoras, más elefantes, pulseritas, postales y camisetas… y vuelta a empezar, tú guapa, tú compra, tú dinero. Y nosotros, preparando la defensa, un intento inútil.
—Es que ya les dijimos a las chicas del embarcadero que les compraríamos a ellas...
—Sí, también, ellas tienen cosas muy bonitas, pero son otras cosas. Mira, elefante tailandés, con la trompa para arriba, mira, un cerdito, también de jade, qué bonito, tú compra ¿sí?
Entre promoción de figurita y de collar, encuentran tiempo para hacer de guías y te explican que aquella grieta de la torre fue causada por un terremoto, que aquellas ruinas pertenecieron al palacio o que aquí la vista es mejor que allá.
Lamento no haber traído más monedas. No me interesa nada, solo hacerlas sonreír e imaginar que el dólar que les doy es importante para ellas.
Una de ellas se enfada, no me quedan euros para dar, le pido a Félix un dólar. Eso no le gusta, el dólar vale menos que el euro, pero aún así acepta el trueque y me da una pulsera a cambio.
Si vais por allí no perdáis la paciencia, son muy pesadas, pero ofrecen uno de los mejores recuerdos del viaje.
Nos saludarán con la mano hasta que el barco se pierda de vista o hasta que llegue otro extranjero, lo que ocurra antes. Ellas no guardarán el mismo recuerdo de nosotros, para ellas solo somos el negocio, la forma de vida, pero para mí son los más preciosos souvenirs de Awa.
viernes, 8 de junio de 2012
Antigüedades birmanas
La estatua de Chankhtatgyi data de 1966 y se construyó para reemplazar otra anterior, de 1907. En la pared de una de las columnas que soporta la enorme y poco afortunada estructura metálica erigida para custodiar la mole de 65 metros de longitud, cuelga una fotografía de aquella primera figura que muestra un Buda de ancha cabeza y porte majestuoso.
Comentamos que es una pena que aquella fuese destruida y Todd, nuestro guía birmano, se encoge de hombros y simplemente dice que era vieja y fea, pero a nosotros esta nueva estatua, policromada y con una talla de factura discutible, nos resulta realmente espantosa.
Días más tarde, visitando un mercado, estuvimos hablando sobre antigüedades. Esas cosas son para los turistas, comenta Todd, ningún birmano tendría en su casa una antigüedad. A saber a quién ha pertenecido, qué clase de espíritu ronda por ella, si fue bueno o malo o qué traerá consigo.
Esta es una de las razones por las que los birmanos rechazan lo antiguo. La otra, el ansia de nuevos aires. Birmania tiene necesidad de renovarse, de dejar de mirar a la pagoda y alzar los ojos hacia los rascacielos. Todd envidió patentemente nuestro hotel de Mandalay, un edificio cuya primera impresión echa un poco para atrás. Si bien el interior es bastante acertado, la imponente fachada de cristal y la recepción enorme, repleta de adornos estrafalarios y colores chillones, nos hace pensar en un restaurante chino de lujo. En cambio, nuestro guía no pareció nada impresionado por el hermoso hotel de Bagan, construido en ladrillo, a semejanza de los templos. De éste solo le llamó la atención la piscina. Parece no entender qué vemos los turistas occidentales en las pagodas, esos montones de piedras viejas, que total, vista una, vistas todas, y no puede explicarse por qué no preferimos quedarnos en las piscinas de los hoteles sujetando una copa de piña colada coronada por una
sombrillita de papel.
Y hablando de antigüedades, quisiera recomendar un cómic de Teresa Valero, magnificamente ilustrado por Montse Martín. Se trata de Curiosity Shop, una historia de misterio ambientada en el Madrid de 1914.
Comentamos que es una pena que aquella fuese destruida y Todd, nuestro guía birmano, se encoge de hombros y simplemente dice que era vieja y fea, pero a nosotros esta nueva estatua, policromada y con una talla de factura discutible, nos resulta realmente espantosa.
Esta es una de las razones por las que los birmanos rechazan lo antiguo. La otra, el ansia de nuevos aires. Birmania tiene necesidad de renovarse, de dejar de mirar a la pagoda y alzar los ojos hacia los rascacielos. Todd envidió patentemente nuestro hotel de Mandalay, un edificio cuya primera impresión echa un poco para atrás. Si bien el interior es bastante acertado, la imponente fachada de cristal y la recepción enorme, repleta de adornos estrafalarios y colores chillones, nos hace pensar en un restaurante chino de lujo. En cambio, nuestro guía no pareció nada impresionado por el hermoso hotel de Bagan, construido en ladrillo, a semejanza de los templos. De éste solo le llamó la atención la piscina. Parece no entender qué vemos los turistas occidentales en las pagodas, esos montones de piedras viejas, que total, vista una, vistas todas, y no puede explicarse por qué no preferimos quedarnos en las piscinas de los hoteles sujetando una copa de piña colada coronada por una
sombrillita de papel.
Y hablando de antigüedades, quisiera recomendar un cómic de Teresa Valero, magnificamente ilustrado por Montse Martín. Se trata de Curiosity Shop, una historia de misterio ambientada en el Madrid de 1914.
jueves, 31 de mayo de 2012
Mr Todd
Nuestro guía en Birmania se hace llamar Todd. Eligió como seudónimo el nombre del protagonista de una novela que, por lo que me contó, bien podría ser el barbero Sweeney Todd. Nos encontramos con él después de pasar una hora en una cola ante el mostrador de inmigración. Por aquí, como ya nos habían advertido en la agencia de viajes española, se lo toman con calma. Yo lo intento también y me dedico a mirar a mi alrededor inventando historias de quienes, como nosotros, esperan su turno con más o menos paciencia.
Desde el primero momento, Todd, cuyo auténtico nombre es Aung Aung Kyaw se mostró totalmente contrario al régimen militar, insistiendo en que él no tenía miedo de decir la verdad -sobre todo si era en español, menos arriesgado que el inglés- y que desconfiaba de que las elecciones del 1 de abril, supuestamente democráticas, fueran a cambiar la situación. Todd aprendió español por su cuenta, leyendo y viendo la televisión. Ha enriquecido su vocabulario gracias a las novelas que los turistas españoles le han ido dejando. La última, El príncipe de la niebla, de Carlos Ruiz Zafón. Dice que le resultó fácil aprender español, ya que habla francés, pero resulta increíble oírle utilizar a la perfección expresiones como “a renglón seguido” o palabras como “sincretismo”o “mameluco” y tantas otras, con un dominio del lenguaje que nos resulta sorprendente. Solo le faltan algunos conocimientos de gramática para conseguir un nivel realmente brillante. Domina a la perfección el subjuntivo y el condicional y, sin embargo, a veces comete errores en los tiempos verbales más sencillos, imagino que por influencia del francés. En ocasiones nos pregunta por el significado de alguna palabra y la escribe. A partir de ese momento se acuerda de utilizarla y de ponerla en su contexto siempre que puede, y lo hace con gran acierto.
Todd es un joven bien parecido, con una amplia sonrisa y dientes muy blancos. Siempre luce un gran sombrero que pidió que le hicieran a medida, con el que parece un mejicano, y va vestido con el tradicional longyi, una pieza larga de tela que se pone alrededor de la cintura con un nudo en la parte delantera y que proviene del sarong, las “faldas” que abundan en gran parte del sudeste asiático. A Todd no le gusta mucho llevarlo, dice que es incómodo, pero es el uniforme de la agencia de viajes para la que trabaja.
Muy cínico y bastante fatalista, Todd no tiene una visión demasiado optimista del futuro de su país. Debe pertenecer a un escala social más bien alta, tiene estudios universitarios de informático y un sueldo fijo, algo que no debe ser muy habitual por allí. Nunca ha salido de Birmania, pero el estar en contacto constante con extranjeros hace que esté exageradamente deslumbrado por el atractivo de occidente, por lo que no puede evitar despreciar y criticar todo lo relacionado con su país, mostrando un gran descontento por la situación política, el bloqueo económico, la falta de medios, las carencias sociales y todo un largo etcétera que hace eterna su lista de reivindicaciones. Por supuesto, no le falta razón, con la que ha caído y aún está cayendo en Myanmar, pero tiende a despreciar los aspectos positivos y las cualidades de su país y de sus gentes, que son muchas. En cualquier caso, Todd fue nuestro primer contacto con Birmania y nuestra fuente de información más auténtica.
Hablamos mucho con Todd estos días acerca de la situación actual. Dice que Myanmar tiene hambre de nuevos aires, por lo que defiende la apertura a ultranza. Creo que comprende los riesgos de ver a Birmania convertida en uno de tantos países asiáticos invadidos por la cultura occidental, pero dice que prefiere que su país sea influido por occidente antes que por los chinos, que ya están dejando sus huellas por todas partes.
Desde el primero momento, Todd, cuyo auténtico nombre es Aung Aung Kyaw se mostró totalmente contrario al régimen militar, insistiendo en que él no tenía miedo de decir la verdad -sobre todo si era en español, menos arriesgado que el inglés- y que desconfiaba de que las elecciones del 1 de abril, supuestamente democráticas, fueran a cambiar la situación. Todd aprendió español por su cuenta, leyendo y viendo la televisión. Ha enriquecido su vocabulario gracias a las novelas que los turistas españoles le han ido dejando. La última, El príncipe de la niebla, de Carlos Ruiz Zafón. Dice que le resultó fácil aprender español, ya que habla francés, pero resulta increíble oírle utilizar a la perfección expresiones como “a renglón seguido” o palabras como “sincretismo”o “mameluco” y tantas otras, con un dominio del lenguaje que nos resulta sorprendente. Solo le faltan algunos conocimientos de gramática para conseguir un nivel realmente brillante. Domina a la perfección el subjuntivo y el condicional y, sin embargo, a veces comete errores en los tiempos verbales más sencillos, imagino que por influencia del francés. En ocasiones nos pregunta por el significado de alguna palabra y la escribe. A partir de ese momento se acuerda de utilizarla y de ponerla en su contexto siempre que puede, y lo hace con gran acierto.
Todd es un joven bien parecido, con una amplia sonrisa y dientes muy blancos. Siempre luce un gran sombrero que pidió que le hicieran a medida, con el que parece un mejicano, y va vestido con el tradicional longyi, una pieza larga de tela que se pone alrededor de la cintura con un nudo en la parte delantera y que proviene del sarong, las “faldas” que abundan en gran parte del sudeste asiático. A Todd no le gusta mucho llevarlo, dice que es incómodo, pero es el uniforme de la agencia de viajes para la que trabaja.
Muy cínico y bastante fatalista, Todd no tiene una visión demasiado optimista del futuro de su país. Debe pertenecer a un escala social más bien alta, tiene estudios universitarios de informático y un sueldo fijo, algo que no debe ser muy habitual por allí. Nunca ha salido de Birmania, pero el estar en contacto constante con extranjeros hace que esté exageradamente deslumbrado por el atractivo de occidente, por lo que no puede evitar despreciar y criticar todo lo relacionado con su país, mostrando un gran descontento por la situación política, el bloqueo económico, la falta de medios, las carencias sociales y todo un largo etcétera que hace eterna su lista de reivindicaciones. Por supuesto, no le falta razón, con la que ha caído y aún está cayendo en Myanmar, pero tiende a despreciar los aspectos positivos y las cualidades de su país y de sus gentes, que son muchas. En cualquier caso, Todd fue nuestro primer contacto con Birmania y nuestra fuente de información más auténtica.
Hablamos mucho con Todd estos días acerca de la situación actual. Dice que Myanmar tiene hambre de nuevos aires, por lo que defiende la apertura a ultranza. Creo que comprende los riesgos de ver a Birmania convertida en uno de tantos países asiáticos invadidos por la cultura occidental, pero dice que prefiere que su país sea influido por occidente antes que por los chinos, que ya están dejando sus huellas por todas partes.
jueves, 24 de mayo de 2012
Crónicas de Birmania
Tras una larga ausencia vuelvo a activar este pobre blog abandonado y me propongo publicar una serie de artículos sobre mi reciente viaje a Birmania.
Llevaba ya tiempo deseando conocer este país, así que le propuse a Félix apuntarnos a un viaje organizado por nuestra agencia habitual y así lo hicimos, pero finalmente fue cancelado. Como ya nos habíamos hecho a la idea de pasar la semana santa en tierras birmanas, decidimos ir solos, aunque pidiendo a la agencia que nos organizase todo el tinglado, habida cuenta de que a esas alturas ya no nos daba tiempo ni de leer una guía turística.
Y para allá que nos fuimos, sin saber qué encontraríamos y sin haber visto ni una foto. Me gusta viajar así, sin ideas preconcebidas. Esto solo lo puedes hacer de dos formas: a lo kamikaze, sin preparar nada, lo cual requiere bastante tiempo y un alma aventurera de la que yo carezco, o a lo señorito, confiando en la organización de una agencia, que te busca un guía, un hotel y un itinerario.
Esta segunda forma es más segura, aunque sin duda la primera permitiría conocer mucho más a fondo el lugar al que nos dirigimos. Pero mi afán aventurero es de pacotilla y no contempla la posibilidad de quedarme tirada en una carretera desconocida sin hotel y rodeada de serpientes. Seguro que esto no me pasaría nunca, pero mi imaginación y mi miedo es desbordante, así que al fin ahí íbamos, con nuestro guía local, el mismo para todo el viaje, y a nuestros lujosos o, como poco, correctos hoteles internacionales.
Este es un placer agridulce que me ha causado problemas de conciencia no pocas veces, cuando uno se da cuenta de todo lo que tiene en comparación con lo poco que tienen otros. Pero a pesar de este sentimiento que tan a menudo me atormenta en tierras extrañas, me parece que viajar merece mucho la pena, sea como sea y en las circunstancias que a cada uno le convengan, ya sea cerca o lejos, en grupo o solo, austeramente o a lo grande. Viajar abre los ojos como ninguna otra cosa más lo hace. Y así me gusta que estén los míos, bien abiertos, para lo bueno y para lo malo.
Y hoy no hay foto, para no adelantar acontecimientos. El próximo viernes publicaré la primera de mis crónicas birmanas... sin ánimo de plagiar la novela gráfica de Guy Delisle que hoy recomiendo encarecidamente, no solo por lo pertinente que resulta hoy sino, sobre todo, por lo mucho que disfruté leyéndolo.
Llevaba ya tiempo deseando conocer este país, así que le propuse a Félix apuntarnos a un viaje organizado por nuestra agencia habitual y así lo hicimos, pero finalmente fue cancelado. Como ya nos habíamos hecho a la idea de pasar la semana santa en tierras birmanas, decidimos ir solos, aunque pidiendo a la agencia que nos organizase todo el tinglado, habida cuenta de que a esas alturas ya no nos daba tiempo ni de leer una guía turística.
Y para allá que nos fuimos, sin saber qué encontraríamos y sin haber visto ni una foto. Me gusta viajar así, sin ideas preconcebidas. Esto solo lo puedes hacer de dos formas: a lo kamikaze, sin preparar nada, lo cual requiere bastante tiempo y un alma aventurera de la que yo carezco, o a lo señorito, confiando en la organización de una agencia, que te busca un guía, un hotel y un itinerario.
Esta segunda forma es más segura, aunque sin duda la primera permitiría conocer mucho más a fondo el lugar al que nos dirigimos. Pero mi afán aventurero es de pacotilla y no contempla la posibilidad de quedarme tirada en una carretera desconocida sin hotel y rodeada de serpientes. Seguro que esto no me pasaría nunca, pero mi imaginación y mi miedo es desbordante, así que al fin ahí íbamos, con nuestro guía local, el mismo para todo el viaje, y a nuestros lujosos o, como poco, correctos hoteles internacionales.
Este es un placer agridulce que me ha causado problemas de conciencia no pocas veces, cuando uno se da cuenta de todo lo que tiene en comparación con lo poco que tienen otros. Pero a pesar de este sentimiento que tan a menudo me atormenta en tierras extrañas, me parece que viajar merece mucho la pena, sea como sea y en las circunstancias que a cada uno le convengan, ya sea cerca o lejos, en grupo o solo, austeramente o a lo grande. Viajar abre los ojos como ninguna otra cosa más lo hace. Y así me gusta que estén los míos, bien abiertos, para lo bueno y para lo malo.
Y hoy no hay foto, para no adelantar acontecimientos. El próximo viernes publicaré la primera de mis crónicas birmanas... sin ánimo de plagiar la novela gráfica de Guy Delisle que hoy recomiendo encarecidamente, no solo por lo pertinente que resulta hoy sino, sobre todo, por lo mucho que disfruté leyéndolo.
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